¿Nos enamoraríamos del señor Darcy de ‘Orgullo y prejuicio’ en la vida real?
Esa secuencia –inexistente en la novela original de Jane Austen– ha quedado grabada en la memoria de las espectadoras como un momento cumbre del romanticismo cinematográfico. ¿Qué tiene entonces este personaje que, a casi dos siglos de su creación, sigue siendo un arquetipo romántico vigente? Tal vez la promesa –potenciada por la cámara, la música y el montaje– de un hombre que combina poder, misterio y ternura.
Pero el Darcy de Jane Austen (1775-1817) pertenecía a la Inglaterra de la Regencia (1811-1820), un mundo de herencias, escalafones y matrimonios como estrategia social. Era orgulloso, reservado y con prejuicios de clase, más cercano a un terrateniente preocupado por su patrimonio que al héroe apasionado que nos vende el cine.
En las adaptaciones, con la camisa mojada de Colin Firth en la miniserie de la BBC en 1995 o las miradas contenidas de Macfadyen, se han ido suavizando sus aristas, erotizando su presencia y dotándolo de una vulnerabilidad muy contemporánea. Así, un personaje complejo ha sido convertido en el mito romántico que seguimos persiguiendo.
La Inglaterra del privilegio y la etiqueta
Para entender al Sr. Darcy, hay que situarlo en un mundo marcado por la ostentación de la aristocracia terrateniente y una jerarquía social férrea, donde la movilidad entre clases era mínima y el matrimonio funcionaba tanto como alianza económica como vía para preservar o mejorar el estatus familiar.
En este contexto, el “caballero” no era solo un título social, sino un papel que implicaba privilegios materiales y un código de conducta inflexible: cortesía en público, discreción en los asuntos íntimos y un profundo respeto –y defensa– de la estructura social.
Fitzwilliam Darcy encarna a la perfección ese modelo: un heredero acomodado, educado para administrar propiedades, mantener un apellido intachable y protegerse de cualquier vínculo que pudiera considerarse una “alianza desigual”. No es un rebelde romántico, sino un hombre que aprende, con dificultad, a dejar que la afectividad dialogue con el deber.
En Orgullo y Prejuicio, Darcy se presenta desde el inicio como alguien arrogante, distante y poco dado a la amabilidad superficial. No busca agradar ni cortejar; más bien parece evitar cualquier contacto que no considere necesario. Sin embargo, Austen no lo convierte en un villano, sino en un personaje en evolución. Su transformación no le lleva a ser un “príncipe azul” perfecto, sino un hombre que, tras enfrentarse a sus prejuicios y reconocer sus errores, cede parte de su orgullo en favor de la honestidad y el afecto.
La autora lo dibuja como un personaje reservado, incluso incómodo en situaciones sociales, con una torpeza emocional que puede sorprender a quienes solo lo conozcan a través de ciertas representaciones cinematográficas que lo hayan idealizado como un seductor. Sin embargo, adaptaciones como la mencionada de 2005 reflejan con fidelidad esa incomodidad y esa reserva, acercándose mucho más al Darcy literario.
En su contexto histórico, la decisión de proponer matrimonio a Elizabeth Bennet –una mujer de clase social inferior, sin gran fortuna ni conexiones ventajosas– implicaba desafiar abiertamente las expectativas de su posición. Ese gesto, más que las escenas de niebla o camisas mojadas, es lo que hace que el Darcy literario conserve su poder de fascinación doscientos años después.
De la Regencia a los galanes de hoy
El Darcy cinematográfico ha calado hondo porque encaja con arquetipos románticos actuales: el hombre inaccesible que, gracias al amor, se transforma; aquel que combina seguridad económica con ternura emocional, misterio con entrega. Es un modelo que promete estabilidad y pasión al mismo tiempo, una combinación que sigue fascinando y generando deseo.
La popularidad de series y adaptaciones recientes, o reinterpretaciones modernas de Austen, demuestran cómo la estética de la Regencia –o de sus fantasías– sigue siendo un marco fértil para recrear ideales románticos. En estas versiones, el glamour, los vestidos, los bailes y las intrigas se mezclan con figuras masculinas poderosas pero vulnerables, reforzando la idea de un “amor que transforma” en escenarios históricos cuidadosamente estilizados.
Anthony Bridgerton (protagonista de la segunda temporada de Los Bridgerton) es el heredero perfecto de este molde: serio, controlador y devoto de sus responsabilidades familiares, pero finalmente dispuesto a dejarse arrastrar por la pasión. Lo mismo ocurre con Simon Basset, duque de Hastings en la primera temporada de la serie, cuya mezcla de orgullo, trauma personal y vulnerabilidad lo convirtió en el nuevo suspiro colectivo.

También encontramos ecos de Darcy en el Sr. Knightley de la adaptación de Emma de 2020, más paternal y menos orgulloso que el Darcy de Orgullo y Prejuicio, pero igualmente inscrito en la lógica del “hombre que cambia por amor”. Incluso en traslaciones de Austen más libres, como la última versión de Persuasión, se repite la tensión entre orgullo y afecto, distancia y atracción con el capitán Wentworth.
Sin embargo, la idealización tiene sus riesgos. En la vida real, alguien tan orgulloso y distante probablemente resultaría difícil de tratar, incluso frustrante. Parte del encanto de Darcy reside en la ficción: la fantasía de que la inteligencia, la perseverancia y el carácter pueden superar barreras sociales y emocionales, que el afecto puede suavizar los orgullos y derribar los prejuicios.
La romantización de la Regencia en pantalla no solo embellece la historia, sino que refuerza nuestra atracción por estos personajes como símbolos de deseo, poder y ternura, un ideal cuidadosamente construido que sigue inspirando fantasías románticas modernas.
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Austen, más vigente que nunca
Jane Austen nunca escribió sobre el amor como una fuerza irracional: en sus novelas, el afecto se equilibra con la razón, los valores y la compatibilidad. El Sr. Darcy seduce porque encarna una doble promesa: por un lado, el amor romántico que impulsa a ambos protagonistas a crecer y superar sus prejuicios; por otro, la fantasía de que incluso el más orgulloso puede ceder ante un buen argumento… y una buena dosis de ironía.
Tal vez no nos enamoraríamos de él en la vida real. Pero en la literatura y el cine, Darcy sigue siendo irresistible. Entre novelas, adaptaciones y reinterpretaciones modernas, su figura nos recuerda que los ideales románticos no mueren: se transforman, se amplifican y continúan fascinándonos, siglo tras siglo.
Lara López Millán, Docente Universitaria de Artes y Educación, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.