Opinón

La tontuna de la mascarilla en la barbilla y el desarrollo cerebral

Ana Cervera Ferri, Universitat de València

Reconozco que cuando voy por la calle y veo grupos de adolescentes con la mascarilla por la barbilla me pongo negra. O con la nariz fuera. O de collar. O en el codo. Hay múltiples formas tontunas de llevar una mascarilla. También hay adultos y mayores que lo hacen, sí. No es por estigmatizar. Qué va. Pero los corrillos que veo yo en los parques o por la calle son principalmente adolescentes.

Mi primera reacción es mirarles fatal. Incluso me apetece hablarles como madre aleccionadora o como abuela cascarrabias, según el día y mi nivel de estrés. Sin embargo, luego lo pienso y me digo: es lo que hay, es que su cerebro va así.

La corteza prefrontal inmadura tiene la culpa

Pasa que nuestro cerebro tiene una parte fundamental, la corteza prefrontal, que es la que más nos diferencia de otros animales, la que más desarrollo alcanza en la especie humana. En la siguiente imagen se ve claramente la diferencia.

Comparación del cerebro de rata, galago, macaco y humano. En azul, la corteza prefrontal. Gráfico procedente de PNAS – George A. Mashoura and Michael T. Alkire, 2013

Esta parte de la corteza cerebral se dedica a hacer las tareas más complejas, más desarrolladas evolutivamente. En resumen, y por lo que nos interesa para el caso, se dedica entre otras cosas al control de impulsos, a la toma de decisiones, a la adaptación de la conducta social, a la evaluación de riesgos… No hay que obviar que adaptar nuestra conducta al entorno es fundamental para sobrevivir. Para hacerlo necesitamos evaluar los premios y castigos, así como las amenazas (biológicas y sociales, igual da, ambientales al fin y al cabo).

Pasa también que nuestra especie es profundamente social. Nos necesitamos para sobrevivir, es parte de nuestro proceso de adaptación como especie. Y hay una etapa en la vida en la que nuestro cerebro se dedica casi exclusivamente a eso, a encajar en el grupo, como si no hubiera un mañana: la adolescencia.

La maduración de la corteza prefrontal, que debería liderar este proceso, se hace esperar un poco. Se debe a que nuestro cerebro, con eso de estar tan desarrollado con respecto de otras especies, tiene una pega: nacemos “cruditos”. Y nos cuesta años, muchos, tenerlo completamente desarrollado. Una de las cosas fundamentales que tiene lugar es la mielinización, esto es, el establecimiento de autopistas de comunicación entre zonas del cerebro más usadas donde antes había carreteras de cabras de aquí para allá. Y la mielinización no se da en todo el cerebro a la vez, sino que va por zonas, empezando por regiones sensitivas, relacionadas con los sentidos, y motoras, al perfeccionar el movimiento. Solo más tarde alcanza las regiones de asociación y ejecutivas, las más avanzadas.

La última zona en madurar es justo la que evalúa riesgos y controla los impulsos, la corteza prefrontal, especialmente a partir de la pubertad y durante la adolescencia. Es más, la mielinización continúa hasta los 40-50 años, para luego decaer progresivamente. De ahí que no sólo los adolescentes lleven la nariz fuera…

Un circuito de recompensa hiperactivo

Para colmo de males, el circuito de la recompensa de los adolescentes, el que lleva a buscar el placer, está hiperactivo. Estos dos procesos a la vez (el cerebro buscando premios + una corteza prefrontal a medio cocer) son una bomba de relojería que hace que los adolescentes (así, en general) sean más propensos a conductas de riesgo. Especialmente si conllevan una recompensa inmediata, por ejemplo, encajar en su grupo. Aunque eso implique ponerse en riesgo a sí mismos o al resto.

La toma de decisiones arriesgadas es mucho mayor en adolescentes si están en compañía de iguales («peer») que si están a solas («plone»). Gráfica procedente de Nature – Blakemore y Robbins, 2012.

La toma de decisiones en la adolescencia, por tanto, se guía especialmente por factores emocionales y sociales. Por eso es más fácil que tomen decisiones arriesgadas, como no llevar la mascarilla, si van en grupo, como se ve en la gráfica de la derecha.

Razones para llevar la mascarilla

Razones objetivas para llevar mascarilla hay de sobra. Estamos en mitad de una pandemia de un virus respiratorio que se transmite a través de aerosoles que expulsamos por la boca y la nariz. Las mascarillas higiénicas y quirúrgicas hacen que eliminemos menos aerosoles, o lo que es lo mismo, protegen al resto de la humanidad de nuestros fluidos. Las de tipo FFP2 protegen a quien las lleva. Las mascarillas en la barbilla no hacen absolutamente nada más que molestar a quien las lleva y poner en riesgo a quien las lleva y a los demás.

Motivos emocionales, también los hay. A día de hoy, han muerto ya casi un millón personas en el mundo, la mayoría ancianas. Si esto, por ser cifras, no es emocional, quizás sea suficiente razón para ponerse la mascarilla pensar que es el único modo de evitar que mueran sus padres, madres, abuelas y abuelos, o los de sus colegas. O que el hecho de ponerse una mascarilla permite que el personal sanitario que se deja la piel tenga un poco de respiro. O que es el modo de que las niñas y niños que han estado encerrados sin ver a sus iguales puedan volver a la escuela con seguridad.

No sé, para mí esto es suficientemente emocional como para mover a un cerebro a aguantar una pieza de tela un rato. Pero ya estoy mayor, igual es eso.

Aprovechar la solidaridad adolescente

Otra cosa que tiene el cerebro adolescente es que les lleva a conductas heroicas y solidarias. Más del 10% (1 de cada 10) a estas edades practican voluntariados de diferentes tipos, sobre todo social y educativo. Esas actitudes son las que se deberían potenciar ahora. El mejor voluntariado social y educativo ahora mismo es conseguir que los colegas se pongan la mascarilla como toca, especialmente cuando estén en grupos, por el bien de la humanidad así en general y de sus familias (y las nuestras) en particular. Igual el encontrar su lugar en el mundo ahora pase por ayudar a poner freno a una pandemia.

Es importante considerar que las experiencias negativas o traumáticas durante la infancia y la adolescencia pueden condicionar la aparición de enfermedades mentales. Y una pandemia y un confinamiento no se quedan cortas como experiencias negativas. La prevalencia de trastornos de ansiedad y depresión es alta entre adolescentes. Mientras que en niños la prevalencia de depresión es entre 3-5%, a partir de la pubertad la prevalencia aumenta hasta un 10-20%. Hasta el punto de que, al final de la adolescencia, 1 de cada 5 jóvenes ha tenido algún episodio de depresión.

Esta experiencia está siendo dura para todas y todos. Pese a las actitudes aparentemente frívolas, la pandemia no pasa de largo por sus cerebros. La deprivación social es muy dura a esas edades. Y les pasará factura. Tengámoslo en cuenta también cuando nos pongan negras sus actitudes. Y un aplauso para quienes lo están haciendo bien pese a la presión de grupo.


Una versión de este artículo fue publicada originalmente en el blog ‘So little to say… and so much time’.The Conversation


Ana Cervera Ferri, Profesora de Anatomía, Neuroanatomía y Embriología Humana. Investigadora en Neurociencia de sistemas, Universitat de València

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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