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Colombia y sus buenos muertos

Coloqué un estado en WhatsApp y en Facebook en el que les recuerdo a mis contactos que también en nuestro país ocurren masacres. Poco después, recibí una respuesta a mi estado de WhatsApp; una fulana me escribió lo siguiente: “Esos muertos en el Tolima no son importantes, son unos don nadie y quién sabe qué hicieron. La masacre de Estados Unidos es terrible, mataron  buenas personas, niños y profesores inocentes”.

Ayer ocurrió en Colombia la masacre número 44 del año 2022. Actualmente estamos en la semana número 21 de este año, lo que significa que en Colombia se registran dos masacres cada semana. Ayer, asesinaron a cuatro personas en Chaparral, Tolima. Se trató de una familia entera: mataron a la madre, quien era líder de una acción comunal; a su esposo, a su hijo de 16 años y al sobrino de la señora. Asesinaron a un menor de 16 años únicamente por ser hijo de la lideresa.

Aquí en Colombia, muchas de las masacres no ocupan titulares en los principales medios de comunicación. En ocasiones, algunas son mencionadas, y la masacre de ayer sí recibió cobertura. Las masacres se han convertido en parte del paisaje social de este país, pasando desapercibidas como si fueran algo natural e irrelevante, algo que se considera normal. La frase anterior suena terrible, pero es una realidad. Una parte de Colombia es así: indolente, indiferente y con un cinismo que raya en la inmoralidad.

Esta tarde, antes de sentarme a escribir esto, abrí Facebook y en el feed me apareció una noticia de Univisión sobre la masacre gringa, donde una madre compartía sus sentimientos tras la pérdida de su hija. En los comentarios, uno de mis contactos escribió: “pobre señora, que dolor tan grande, siento esto como si fuera mi propia familia, como si me ocurriera a mí. Que dolor tan grande”. De hecho, encontré varios comentarios de otros contactos en esa misma publicación expresando lo mismo.

Sin embargo, no he leído a ninguno de ellos mencionando que “sienten un gran dolor” por la masacre ocurrida ayer en el Tolima, donde asesinaron a una familia entera, incluyendo a un menor de edad. Tampoco sienten empatía por esa familia asesinada como si fuera “su propia familia”. ¿No les parece paradójico? No les duelen ni les importan las familias de su propio país, personas que bien podrían ser sus familiares, vecinos o amigos.

Aquí en Colombia, hasta los muertos son discriminados y segregados. Para que la muerte de alguien duela en Colombia, la persona debe tener piel clara, vivir en un barrio “de bien”, ser de estrato social alto, ser fervientemente religioso y no tener ideas de cambio o divergentes. Pero, si el muerto es afrodescendiente, indígena, campesino, vulnerable, pobre, migrante, proviene de una familia de estatus social promedio, habita en un barrio humilde o es un ciudadano común, o incluso un líder social, su muerte no importa, no duele, no significa nada y se convierte en un simple número dentro de una estadística de escasa importancia para la mayoría de los colombianos.

Colombia es un país profundamente religioso, donde sus ciudadanos siempre encuentran un versículo bíblico para explicar algo, justificar una acción o señalarte. Supongo que también tendrán pasajes bíblicos que expliquen por qué se preocupan y sienten dolor por las víctimas de la masacre en Estados Unidos y por qué los muertos de la masacre colombiana no significan nada.

Es aterrador comprobar, una vez más, que una parte del país en el que resido está llena de cinismo, posee una moral camaleónica (que adapta según convenga), una sociedad desprovista de moral, ética y bondad; una sociedad podrida. Que defienden la familia y los valores fervientemente a punta de la Biblia, pero sus acciones y palabras reflejan una inmensa incoherencia, una total falta de valores y ética.

¿Qué le respondí a la fulana del WhatsApp? Nada. ¿Qué carajos le voy a contestar? Dudo que mi respuesta a su comentario cambie su perspectiva del mundo. Seguramente, cuando comparta esta columna en mis redes, ella la verá. ¿La leerá? Espero que sí; espero que sienta un poco de vergüenza consigo misma. Sin embargo, lo más probable es que encuentre un versículo bíblico para justificarse y para señalarme a mí como una pecadora que transita por el camino del mal, o algo parecido.

Cabe aclarar, por supuesto, que los muertos en la masacre de Texas también me duelen e indignan. Es un acontecimiento lamentable y profundamente doloroso para las familias y la sociedad estadounidense. Sin embargo, los muertos en mi propio país me afectan aún más. Las víctimas de las masacres en Colombia no reciben el luto de sus compatriotas; no hay indignación ni expresiones públicas de dolor. Los muertos en las masacres colombianas caen en el olvido y se convierten en frías cifras, números que no significan nada para la “gente de bien” en Colombia.

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